Había una vez una glicina que vivía en un patio más bien sombrío. Como a todas las glicinas le gustaba el sol y sus ramas lo buscaban afanosamente, pero durante la mayor parte del año sólo lo encontraban si miraban hacia arriba. Molesta por tener que estirar tanto el cuello, la glicina protestaba no floreciendo, porque sabía que esto disgustaba a la mano que la regaba. Pasaban los años y apenas regalaba unos cuantos racimos de flores, a finales de abril o en mayo, medio ocultas entre las hojas.
Seis años después, sea porque considera que el castigo ha durado lo suficiente, sea porque la muy presumida quiere lucir sus mejores galas, la glicina ha florecido. No mucho, con bastantes hojas ya, y de una manera un tanto extraña: mirando al cielo. Pero la mano que la riega está encantada de abrir la ventana y ver sus flores, y de que su olor perfume todo el patio y entre en casa.
¿A que huele de maravilla?
es enooorme!!
me encanta la glicina, aunque no tanto luego el barre que te barre que conlleva en su primera floración del año... jejee
enhorabuena, está preciosa
besitos,